En mayo de 2010, hace casi diez años (madre mía), una semana después de que el Inter de Mourinho se proclamara campeón de Europa en el Bernabéu, nuestro grupo de amigos tenía un plan de fin de semana sencillamente inolvidable: la despedida de soltero de M. en Milán.
Era un plan sin fisuras (P. dixit) y que teníamos en mente desde mucho tiempo atrás. En cuanto uno de nosotros se casara, la despedida de soltero era fuera de España. El lugar daba igual, lo importante era coger un avión e ir para allá. Obviamente la organización de tan magno evento sólo podía recaer en tres personas: P., R. y yo mismo. Obviamente lo dejamos pasar malamente hasta que nos vimos obligados a elegir entre dos sitios (los más baratos para viajar en avión en las fechas que teníamos en mente) que eran Frankfurt y Milán. Yo en Milán ya había estado no hacía mucho (en una visita de la que nunca olvidaré que "sciopero" significa huelga en italiano) pero me daba igual, lo que no sabíamos era qué había en Frankfurt para divertirse. Le preguntamos a la futura mujer de nuestra víctima, que había estado allí, y su veredicto nos convenció de que no era el lugar adecuado para una despedida de soltero. Bueno, y que además era Frankfurt... Del Óder. No la Frankfurt que se nos ocurre de primeras, sino otra ciudad de igual nombre y cuyo aeropuerto (la magia de Ryanair) estaba a tomar por culo de la civilización. En resumen, ya tenemos plan, nos vamos a Milán.
Pillamos los vuelos y reservamos los hoteles (solo el Cabeza fue por su cuenta, si no recuerdo mal), y ya sólo quedaban detalles por pulir, como cuándo recogerlo y el disfraz. No recuerdo una mierda de las alternativas de disfraz que se propusieron, pero el escogido finalmente (de Pitufina) me parece majestuoso por dos razones: es ridículo, pero no muy ridículo. Total, que quedamos en recogerlo a su casa de entonces, a pocas calles de donde vivo yo ahora, la tarde del viernes.
Nos plantamos allí, con la complicidad de su futura mujer, y le colocamos el disfraz, justo después de que su perro (Lucas, que en paz descanse) le meara al cogerlo en brazos. Una vez puesto era difícil no reírse, la verdad, y el camino en metro hacia el aeropuerto es un recuerdo de los más divertidos que uno pueda tener. Recuerdo que ya en la Terminal 1 o 2 nos cruzamos con unos tipos que lo fliparon y que, tras dejarnos atrás dijeron en tono de chiste: "qué hijos de putaaaa". Aunque el mejor punto fue que al pasar a la zona de control le preguntamos a la persona que controlaba las tarjetas de embarque si podía pasar así y dijo: "sí, sí, esta mañana ya fueron dos o tres disfrazados". A veces uno cree ser muy original, y simplemente es un eco.
Una vez pasados los controles nos vino una desagradable sorpresa en forma de retraso. Eso significaban dos cosas: que no llegaríamos a coger el tren o el bus que sale del aeropuerto de Malpensa a Milán y que llegaríamos tarde a la farra. Total, que empezamos a deambular por las tiendas, compramos cartas para jugar, cervezas, comimos algo, etc. En el avión seguimos con las cervezas y jugando al mentiroso (por cierto, nuestro amigo D. es el peor jugador de mentiroso que he visto jamás).
Cuando llegamos a Malpensa comprobamos que, efectivamente, no había otra manera de llegar a Milán más que ir en taxi, y costaba 80 preciosos euros por vehículo. Algo que, pese a mi más que aceptable nivel de italiano, mi amigo R. sostenía que no podía ser y que lo debía haber entendido mal. Tras una segunda conversación, en la que el taxista debió pensar que éramos retrasados, cogimos dos taxis y nos dirigimos a Milán. Quien dice taxis dice vehículos de fórmula 1, porque los cabrones iban a 180 en la autopista. En el que iba yo, por cierto, mi amigo J. me hizo preguntarle de qué equipo era nada más entrar y luego nos llevó a la velocidad comentada mientras conducía con una mano y hablaba por el teléfono móvil con la otra. Alucinante.
Llegamos tarde al hotel, pero aún así, con nuestra Pitufina decidimos dar una vuelta para echarnos unas risas. La gente lo miraba, alguno decía algo, pero lo mejor fue la noche siguiente.
El sábado nos levantamos y nos fuimos a hacer turismo, lo que en Milán significa principalmente ir al Duomo y alrededores, y luego al Castello Sforzesco, que fue lo que hicimos (le dimos permiso para ir de persona a Pitufina), y terminamos comiendo pizzas (casi todos, hubo quien pidió una ensalada...) y brindando con limoncello al final. El caso es que después de comer fue cuando llegó el momento mágico del fin de semana.
Mientras dos de nuestra expedición decidieron irse a echar la siesta al hotel, el resto deambulamos un poco hasta que, cerca del Duomo, nos quedamos sentados preguntándonos qué hacer en ese momento. Entonces, A. dijo: "¿Y si vamos a San Siro?". Breves instantes de silencio, miradas cómplices, algún comentario tipo "estará cerrado" y alguna respuesta tipo "vamos y lo vemos dando la vuelta, total no tenemos nada que hacer" que nos convenció a todos. Si no recuerdo mal, yo tenía mirado cómo ir en una guía en papel que monté para la ocasión, y sabía en qué parada teníamos que bajarnos, así que allá fuimos.
Nos bajamos en la parada indicada, le preguntamos a un tipo que tenía un puesto ambulante y que nos dijo (en italiano, prendi quella strada e dritto, sempre dritto, cinque o dieci minuti): "por esa calle todo recto, siempre recto, unos cinco o diez minutos". He de hacer un inciso aquí, explicando que entonces no había una parada de metro al lado del estadio como hay ahora, sino que la parada en la que nos bajamos estaba a tres paradas de donde se encuentra la actual parada de metro al lado del estadio. ¿Qué significa esto? Que cinco o diez minutos eran más bien veinte o veinticinco.
En ese trayecto fuimos siempre pegados al lado de un recinto con una pared muy alta, preguntándonos qué sería lo que había al otro lado, y como el trayecto se alargaba, la curiosidad aumentaba. Hasta que nos encontramos con un repetidor de electricidad pegado a la pared, que si se escalaba permitía ver qué coño había al otro lado. Mi colega R. con la ayuda de P. consiguió subirse y, es curioso, no recuerdo lo que comentó que se veía al otro lado. Lo que sí recuerdo perfectamente es que, de repente, se oyó el sonido fuerte del comienzo de una sirena policial, nos giramos y allí estaba un coche de los carabinieri. Uno de ellos se asomó y, con una desidia típicamente italiana, dijo: "Sù" (abajo). La reacción de P. fue fulgurante, volver al suelo rápidamente mientras señalaba a R. como culpable, parecía de dibujos animados. Una anécdota más. Por cierto, lo que había al otro lado era un hipódromo.
Según nos acercábamos al estadio se incrementaba el número de pintadas y mensajes de los dos equipos milaneses, ya que Inter y Milan juegan allí como locales, nombrándolo generalmente Giuseppe Meazza para los interistas (nombre de un mítico ex jugador) y San Siro para los milanistas (nombre del barrio donde está el estadio). Recuerdo que a R. le encantó una que decía "Vale più un giorno di Zanetti di 1000 di Ambrosini" (vale más un día de Zanetti que mil de Ambrosini), e hicimos fotos.
El estadio se iba vislumbrando y, al menos a mí, recordaba bastante al Bernabéu (al actual, no al diseño Florentiniano que se tendrá en unos años). Llegamos a la valla de entrada al recinto y estaba abierta, algo que ya nos puso contentos, porque nos permitía ver el estadio más de cerca. Nos fuimos acercando y vimos que había placas de los trofeos que el Milan había conquistado (entiendo que al otro lado estarían los del Inter), pero lo mejor fue comprobar que la puerta de entrada al estadio propiamente dicho estaba abierta...
Nos mirábamos con una mezcla de estupefacción y alegría, con la sensación de que nos iban a echar en cuanto se dieran cuenta de que estábamos ahí (éramos siete tipos, no es que fuera difícil vernos) y, sin embargo, nos dirigíamos sin duda hacia la entrada. Y entramos.
Lo que sucedía allí es que se estaba jugando un torneo juvenil triangular entre el Milan, el Inter y el Atalanta, de tal manera que la entrada al estadio era gratuita y podías sentarte en la grada a ver cómo jugaban. Además de nosotros, los únicos que estaban en las gradas eran los familiares de los muchachos. Es curioso, jugando en San Siro, los chavales parecían menos emocionados que nosotros allí. Nos hicimos fotos en las gradas y en un fondo, sustrajimos (ok, lo hice yo) unas botellas de agua que tenía por ahí la organización, y también vimos los partidillos (recuerdo un lateral izquierdo del Inter, espigado, que tenía muy buenas maneras y que, probablemente, no haya llegado a nada). Pero nos faltaba el toque mítico: pisar el césped de San Siro.
Según se terminó el último de los partidos, bajamos a pie de campo a ver si nos podíamos colar, estaban los jugadores, los organizadores, árbitro, familiares... Intentábamos usar la confusión para, al menos, tocar un poco del verde de tan mítico estadio. Pero no se pudo. Y lo digo honestamente, porque le he echado cara en ocasiones para colarme en sitios, y aquí, verdaderamente no se pudo. Nos quedamos con un poco de frustración, pero mirándolo con perspectiva, fue una anécdota fantástica e inolvidable. Menos para los dos pringados que se fueron a echar la siesta, todo hay que decirlo (en relación a esto, J. le pegó un zasca a uno de ellos sencillamente inmejorable, por cierto).
Después de San Siro volvimos al hotel, descansamos un rato, y nos fuimos de marcha a la zona de Navigli, que son como unos canales tipo Venecia que hay en Milán y en los que hay mogollón de antros. Obviamente ahí ya llevábamos a la Pitufina luciendo sus mejores galas, y la gente no paraba de llamarla por su nombre: "Eh, Puffetta". Si llegamos a hacer esto ahora, nos habrían llovido las peticiones de fotos. Si no recuerdo mal,hicimos el típico aperitivo del Norte de Italia, es decir, copazo y buffet libre, y salimos a pasear por la zona. Saqué un 9x8 en sombreros borsalino a un tipo que probablemente fuera de Bangladesh, compramos alcohol, comimos pizza (yo vomité una porque no podía ni respirar para tragármela), seguimos bebiendo, nos hicimos coleguitas de unos italianos que iban con una dominicana, buscamos un club de striptease para que al novio le hicieran un lapdance, caminamos como hobbits y, al llegar (más allá de las 5 de la mañana) nos dijeron que no podíamos entrar, con lo que nos volvimos en taxi al hotel. En resumen, un día completamente cojonudo.
Al día siguiente cada uno amaneció como pudo (recuerdo que Á. se fue andando al Duomo y se compró un banderín de la Sampdoria y volvió, también andando, para desayunar), nos preparamos y nos fuimos a aprovechar lo que nos quedaba de domingo de turisteo. A la hora de comer, nuestro siempre solidario amigo R., en su cruzada en contra de los establecimientos de comida rápida, se negó a entrar en un Burger King, porque prefería pagar por un bocadillo pequeño y con jamón malo (un triste pannino) seis euros en vez de pagar más o menos lo mismo por un menú más completo, así que tuvimos que adaptarnos. Luego fuimos a la Stazione Centrale de Milán, de donde, además de los trenes, salen los autobuses para los aeropuertos. No es que fuéramos sobrados de tiempo, pero llegamos razonablemente bien para coger el avión. Ya en Madrid, volvimos en metro igual que habíamos salido, y nos despedimos con un abrazo según llegaban nuestras paradas.
Probablemente me haya dejado anécdotas igual de buenas y de graciosas por el camino (me estoy acordando ahora de la sección de viento que había en mi habitación, con P., D. y yo mismo roncando como osos y diciendo que eran los otros los que roncaban), pero creo que la esencia de lo que fue ese fin de semana sí queda en lo que he escrito. Llevaba mucho tiempo queriendo plasmar por escrito lo que vivimos y, dado que el coronavirus me ha dejado tiempo que rellenar, lo hago ahora, y además aprovecho el número redondo (ésta es mi publicación número 500 en el blog).
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