Se llama Pablo y debe tener unos 16 ó 17 años. Es más o menos alto (en torno al 1,80 m), rubio y yo diría que hasta guapete (no soy precisamente un experto en decir esto sobre varones, no son mi especialidad precisamente). Va siempre con uno de esos uniformes de colegio pijo de ahora, pantalones marrones como de vestir pero sin serlo y polo blanco con el escudo del centro en el pecho, aunque Pablo le da su toque personal con una cazadora de marca surfera por encima, unas zapatillas de fútbol sala negras de Nike en los pies, cascos en las orejas y smartphone en las manos. Resumiendo, se trata del típico chaval de instituto con pinta de triunfador de la clase, uno de esos que todos hemos conocido (y sufrido), que se llevan a las chicas de calle y son los auténticos jefes del lugar. Tristemente esos tipos suelen ser bastante chulitos, van muy sobrados ante cualquier cosa y tratan con displicencia a los que están por debajo de ellos (que generalmente son todos los que los rodean).
Aunque parezca sorprendente, Pablo no es así. Bueno, debería decir que se trata de alguien a quien conozco de vista porque coincido en el metro con él de lunes a viernes, con lo que se trata de un conocimiento somero y para nada profundo. Pero hay algo que he visto que hace habitualmente que me hace pensar que es un chaval majete. Resulta que, en el mismo trayecto mañanero, tanto Pablo como yo coincidimos con una serie de personas con cierto retraso mental (algunos jóvenes, otros ya mayores) que van a un colegio situado en el Norte de Madrid. Entre esas personas hay uno de ellos que casi siempre lleva algo de ropa relacionada con al Atlético de Madrid, el club del que es hincha ferviente quizá con la ilusión del niño que mentalmente es aunque físicamente dejara de serlo años atrás. Este simpático aficionado del Atleti cada vez que ve a Pablo se acerca, lo saluda como si fuera un amigo de siempre, charla con él animadamente e incluso le presenta a compañeros del colegio al que asiste...
Quizá es triste que me parezca un hecho fuera de lo normal, pero el que Pablo atienda al dicharachero rojiblanco con la mejor de las sonrisas, que se pare a atender a lo que dice, que le pregunte cosas y se interese por él, me parece un hecho enternecedor y digno de mención. Una anécdota para la esperanza.
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