No, no voy a hablar de Ebenezer Scrooge ni de los fantasmas que lo visitan en la famosísima historia escrita por Charles Dickens, se trata de una reflexión personal. Desde hace algunos años, cuando llegan estas fechas me pongo de bastante buen humor. No siempre ha sido así, porque cuando era un adolescente tardío (¿qué es si no un veinteañero?) hubo una época en la que renegaba de la idea de estar alegre y celebrar con entusiasmo estas fiestas. Supongo que lo que me mosqueaba era la sensación de que, pasara lo que pasara con tu vida, durante estos días uno debía sentirse contento y feliz como una perdiz, como si fuera casi obligatorio. Por eso renegaba de las celebraciones, los adornos y demás. Estaba equivocado.
Afortunadamente para mí, volví a la senda adecuada y fue gracias a que tengo muy cerca a alguien muy especial que me ha inculcado siempre la importancia de estas fiestas. El Espíritu de la Navidad (al menos de la mía) es un tipo cincuentón al que se le notan los años en las canas que se ven en su perilla y su pelo desordenado, que se mueve con lentitud pero siempre llega una hora antes a los sitios, que pesa más de 100 kilos pero sólo porque tiene el corazón más grande del mundo y necesita espacio para acarrearlo, que tiene una familia a la que quiere tanto como le quieren ellos a él. El Espíritu de la Navidad se llama J. y es mi padre.
En la familia de mi madre las Navidades se han celebrado siempre casi por obligación, es decir, se decoraba un poco la casa, se juntaban a cenar y a comer con algo especial y en Reyes se daban algún modesto regalo, supongo que lo ocurre en muchas familias. Por eso creo que mi padre es el verdadero artífice de que en mi familia seamos así. Mi abuelo (el padre de mi padre) era como él es ahora, acogedor, desprendido y generoso con los que le rodean, siempre dispuesto a juntar a los seres queridos y celebrarlo. Quizá porque eso es verdaderamente lo que mi padre me ha enseñado de la Navidad, se trata de juntarse todos y celebrar...Que nos juntamos. En mi caso, ¿qué puede ser mejor que celebrar que con 31 años todavía puedo disfrutar de mis abuelas en Navidad? Y con respecto a los Reyes, ¿qué puede ser más bonito que ver a esas mismas abuelas delante de una montaña de regalos, todos para ellas? Ese brillo en los ojos de niñas de 8 años no tiene precio. Supongo que por todo esto sé que si algún día tengo una familia con la que compartir las fiestas, tendré que ser yo quien me convierta en el Espíritu de la Navidad, y sabré cómo hacerlo porque me enseñó el mejor.
¡Feliz Navidad para todos!
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